Caminó mucho tiempo asustado, sin mirarse los pies y sin mirar el cielo, negando las hormigas y las palomas, la pelota de trapo, y las cometas multicolores. Caminó como autómata, con la vista clavada al frente, algunas veces lograba encontrarse con otros ojos, la mayoría de ellas con cuellos, con pechos y hasta con estómagos. Como caballo-mula-burro caminó-troto-corrió con anteojeras, con estabilizadores de visión para no mirar abajo para no mirar arriba. Resignado a la horizontalidad de su mirada, acostumbró a sus brazos para que, arqueados en el ángulo exacto, le permitieran gozar de las primeras lecturas infantiles. Entonces, se reencontró con la existencia de sus pies, con el azul del cielo, con el estructurado gobierno de las hormigas, con la libertad de las palomas, con los goles televisivos de la pelota de trapo, con el chirriar desordenado de la libre cometa, y con que los demás no todos eran caballo-mula-burro y que no todos caminaban-trotaban-corrían con anteojeras.

Tiempo después, entendió que su viejo con la sabiduría del pescador-pampino-pescador, cuando le dijo “hijo no tenís que mirar a nadie hacia arriba y nadie hacia abajo”, no se refería, necesariamente, a la función biológica del mirar sino al acto sublime del ver y por ver entender y por entender comprender que todos somos iguales.

Publicado en el libro "Las albacoras de Juan Bautista"



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