Primer Lugar Octavo Concurso de Cuentos para Escritores de la Primera a Cuarta Regiones. Universidad Católica del Norte. Antofagasta. 2000.

El “Tani” Rodríguez, tapada su cabeza con una toalla blanca y cubierto su cuerpo con la bata de raso brillante y barato, avanzaba por el pasillo dando golpes al aire. No escuchaba ni los gritos, ni los aplausos, ni los silbidos del atiborrado gimnasio. Sus oídos estaban cerrados. Ya no quería escuchar nada. Toda su vida fue un escuchar constante a los demás. Y los demás eran demasiados. Demasiados como en esta noche. Sólo debían funcionar sus ojos, su mente, sus músculos y, sobretodo, sus puños. El cuadrado cercado por sus cuatro lados, el lugar más importante de toda su vida, profusamente iluminado se destacaba a unos...
 cuantos metros de distancia. Levantó la segunda cuerda y con un rápido movimiento de cintura (el cuerpo respondía bien) pisó la lona blanca. Ya sentado en su taburete y con el protector dental llenándole la boca no escuchó las presentaciones. Se dio cuenta de que tenía que combatir cuando una exagerada y ondulante morena pasó por su lado con un gran cartel levantado con el número uno. No escuchó la campanada. Ya no quería escuchar nada. Sólo pelear y pelear para ganar.

Los comentaristas del boxeo no saben dónde cresta están parados. Qué roun de estudios ni qué ocho cuartos, los que se estudian no quieren pelear y punto. Se me viene encima, tengo que protegerme, ¡putas, que pega fuerte!. Tengo que avanzar, tengo que ganar el centro del rin. Aquí me lo calzo, descuidó el mentón, ¡toma, recibe este apercat ¡chucha, el güeón rápido!... me cagó el hígado, apenas respiro, mejor retrocedo y me refugio en las cuerdas. ¡Eh, árbitro, está metiendo la cabeza! Ya me metió otro gancho, vamos cinturita mía, no me fallís, de aquí pa’llá, eso, bien tanito, aguanta tanito... ahora sí que me lo tengo que calzar. ¡Quédate quieto un rato, si no estái na’ jugando al luche!... ya vai a ver cuando te calce un aletazo ¡cresta, mi ojo! ¿de adónde sacó este güeón esa mano? ¡chucha, el otro ojo!... me quiere dejar ciego ¡ahhh! y también sin aire, protégete tanito, así, agárralo, agárralo, tanito, eso, ven pa’cá, eh, árbitro, demórate un poquito más en separarlos, ya cabréate, puh, no te movái tanto, déjame calzarte uno sólo, ven pa’cá ¿te asustaste? ¿pa’dónde te vai?... parece que terminó el primer roun.

Tuvo que pelear desde pequeño por todo. Por la comida con sus ocho hermanos. Por su madre con sus padrastros alcohólicos de turno. Por las notas con los números de aritmética y con los ángulos de la geometría. Por su masculinidad la primera vez que cayó en la cárcel y lo quisieron sodomizar. Anda, cabrito, ya puh, suelta el culito, si es rico, si no te va a doler, después te toca a ti pitearte a otro, total somos de la misma carreta. Por la propia mina, por la mina del otro, por el lugar en la cola para encontrar trabajo, por sobrevivir.
Primero entre codazos y codazos para ganar una mejor posición en esa cola indigna, la única que no era precedida por el maldito letrero de “no hay vacantes” y, después, entre risas y carcajadas, los que le conocían se dieron cuenta que lo de “Tani” no venía por el “Tani” Loayza, por ser bueno para los puñetes. El encargado llamó tres veces: ¡Anastasio Rodríguez! Y este “Tani” que no quería asumir hasta que el hambre pudo más que la vergüenza y con un hilo de voz respondió “aquí, señor”. Y después pala y más pala, concreto más concreto, carretilla más carretilla, hasta que la espalda de puro caliente se le doblaba como el metal rojo del herrero. En la construcción de esos bonitos y espaciosos baños, de esos inmensos dormitorios en suite, de esas panorámicas terrazas en las que cabía un subsidio habitacional completo, hizo su antesala del gimnasio. Los viejos estucadores, a la hora de la choca, empezaban con la cantinela diaria de tráeme el tachito pa’ revolverle el hoyito. No importaba que por Anastasio le dijeran “Tacho”, pero lo de revolverle el hoyito le recordaba las bocas babosas y los penes erectos y hediondos de sus “protectores” de la prisión. Empezó a darse trompadas con todo el mundo y, de verdad, empezó a ser bueno para los puñetes. Entonces recuperó, legítimamente, el “Tani” otra vez.

En esta segunda vuelta me lo tengo que calzar. ¡Cresta’etumadre, no seái maricón, me pillaste desprevenío! ¿Que hago acostado? Medias ni reluces... ¿que me están interrogando otra vez?... no, mi cabo, si yo no he vuelto a robar, revíseme, mi cabo, si estoy limpio... uno... dos... tres... cuatro... ¿Qué estái contando, árbitro güeón?... si yo estoy bien, mira mis ojos, si ya estoy de pie, mira como salto, toma, limpia mis guantes en tu camisa... y vos que estabai levantando las manos, toma maricón, pa’ que sepái que al tani no lo voltea cualquiera... putas el conchesumadre pa’duro ¡toma y toma! Retrocede güeón, ésta no me la ganái, ésta me la gano yo... ¡toma, toma! ¿pa’qué agarrái?... suelta, maricón suelta. Ya puh, árbitro... ¿que no estái viendo como mete la cabeza?... ¡cresta! ¿que no viste como me partió la ceja del cabezazo?... ¡suéltame!... ¿pa’dónde me llevaí?... si estoy bien... ¿y vos, quién soi?... si estoy bien, doctor, si fue cabezazo, doctor, gracias, doctor, sí puedo seguir peleando, doctor, no me duele, doctor, si éste tiene manos de lana, doctor, ya va a ver como me lo gano... ahora te quiero ver... no te arranquís... ven p’acá.

Uno de los enfierradores le dijo que tenía buena pegada y que el trabajo le había dado músculos necesarios, lo convenció de que podía ser, con entrenamiento y humildad, un buen boxeador. Era la primera vez que alguien le reconocía algún mérito. Entonces, el “Tani” se fue a un gimnasio y allí empezó a darle duro al cordel, a la sombra, a la pera, al saco. Él no entrenaba para ser un buen boxeador, él entrenaba para ser campeón del mundo, para ganarle a todos y, de paso, ganarle a la miseria, al hambre, a los babosos de penes erectos y hediondos, a los letreros no hay vacantes, a las colas indignas, a los que querían revolver el “tachito”. Allí conoció a don Pinto, el enjuto, macilento e irascible entrenador, su entrenador, y a la Úrsula Pinto Aravena, la hija, preciosa mujer que, se lo prometió, tenía que ser “su” mujer. Nunca el “Tani” Rodríguez había tenido un objetivo claro en la vida. Ahora estaba la Úrsula, la “upa” como la llamaban, “upita” como él la soñaba. Redobló los entrenamientos, endureció más sus músculos en la misma proporción que se le ablandaba el corazón. Se había enamorado, no había vuelta. Upita, por usted yo sería capaz de dar la vida, déjeme ser su compañía, su perrito faldero, su gatito regalón. Mientras tanto, una pelea allí y otra por allá con rivales recién iniciados le empezaron a dar buena fama y las miradas especiales de su “upita”.

Ya puh, póneme luego el protector que ahí viene la negra de nuevo con el número tres. La “upita” debe estar mirándome... ya casi no siento la ceja y... ¿qué hace éste yabeándome el mismo ojo? Seguro que me quiere sacar por nocáu técnico, que el doctor pare la pelea, ya ve que no me puede ganar de otra forma... si aquí está el tanito puh, si después de esta pelea voy por el título nacional... yab, yab, yab, atájame este mamporro... te corriste justo... no importa, a la otra, yab, yab, yab ¡ay! ¿cómo me metió ese gancho? me va dejar el hígado pa’ la cagá... cintura tanito, cintura, muévete, muévete, como con la sombra, tanito, que no te pille, tanito, que no te agarre, tanito... uno... dos... tres... cuatro... ¡cresta! todo me da vueltas... cinco... seis... siete... ya, ya, ya, si estoy parao otra vez... toma los guantes, límpialos... ¡chucha, te manché la camisa!... y esa sangre es mi sangre... este güeón me abrió otra vez la ceja. No, parece que es la nariz, sí me cuesta pa’ respirar, vai a ver maricón, cualquiera no se queda así no más sacándole chocolate al tani... ¿pa’ que arrancaí? Ven, ven, que el tanito te quiere hacer cariñito, ven cómete este gancho... y ¿cómo estái con este apercat?... y chúpate este voleo... ¿que hacís en el suelo, güeón? ¿que estái tomando baños de sol?... párate maricón... suelta, suelta ¿pa’ que me llevai a mi rincón? ¿por qué no contaste más rápido, árbitro saquero?

Fueron días felices para el “Tani” Rodríguez. De la constructora se dirigía rápidamente al gimnasio a darle duro al entrenamiento y después de la refrescante ducha se iba caminando con la envidiable compañía de su “upita”. Para encimar la alegría, había ganado su buen par de peleas y hasta había aparecido una pequeña foto suya en la página de deportes de un diario de circulación nacional. Pequeña pero no importaba. Estaban hablando de él, del “Tani” Rodríguez. Don Pinto, a las reprimendas de siempre, naturales con todos sus dirigidos, agregó una aversión especial por el “Tani”: pasaba mucho rato con la Úrsula. Pero no le importaba. Eran celos de viejo. Si a él también lo quería. Y cuando se casara con la “upita” se lo llevarían a vivir con ellos en la casa que construiría ya no para otros.

No, éstas no pueden ser lágrimas, debe ser la sangre de la ceja que no me deja ver bien a la negra con el cartel que lleva el cuatro... porque es el cuatro ¿no?...Este don pinto como cauterizador vale callampa, no pudo parar la sangre, porque tiene que ser sangre, no pueden ser lágrimas... dije que nunca más iba a llorar... espérate, puh güeón, si todavía no estoy listo... ¿pa’ que atacaí desprevenío? putas, parece que me cagaste una costilla... espérate no peguís en la nuca... ¿no veís que estoy con una rodilla en el suelo?... uno... dos... tres... ¿vai a seguir, árbitro conch’etumadre? cuatro... cinco... ¡para, para! si ya estoy bien, si me faltó un poco el aire no más, ¿no veís que ni siquiera puse los guantes en el suelo, pa’ que los vaí a limpiar? ¡si será más güeón!... ya puh, ahora sí, sigamos peleando, me voy a ir un rato a las cuerdas pa’ recuperarme... no me sigái pegando en el mismo ojo... ¿no veís que me lo vai a reventar?... ¡chuchas! ¿quién me manda a hablar?... ahora me está pegando en el otro... ¡ay! cómo me entró ése en la guata y este otro en el hocico... me está sacando la cresta... ya puh, árbitro, pa’ qué separái tan rápido ¿que te están pagando?... uno... dos... tres... cuatro... cinco... seis... siete... ocho... don pinto... ¿acaso se acabó la pelea, don Pinto?... si pueo seguir peleando... ¡eso, don pinto!... siénteme un ratito, don pinto... póngame esa huevaíta en la nariz... así, don pinto... no ve como desperté al tiro... eso, don pinto, cúreme la ceja... sí, doctor, si puedo seguir, doctor, si no es nada doctor.

Pero no duró mucho la felicidad del “Tani” Rodríguez. Fue despedido de la empresa constructora por peleador: Pero cómo no voy a pelear, jefe, después de todas las cosas que dijeron de mi upita... dijeron, jefe, que le decían upa porque a todos les decía chalupa y que era más fácil llevarla a ella a la cama que ganarme un roun a mí, al tani, por eso le pegué un combo en el hocico y le volé los dientes, jefe, y usted sabe que lo de upa viene por su nombre y sus apellidos, jefe, por úrsula pinto aravena, no se ría, jefe, si no quiere llevarse también un chopazo y quedarse sin dientes. Allí comenzaron, otra vez, las penas del “Tani”. Su blando corazón fue atacado por los celos más grandes hasta que descubrió que la “upita”, su “upita” lo engañaba no con uno, con dos, con tres, con cuatro, no quiso averiguar más, (le parecía más un “conteo” de nocaut). Entonces, se dio al trago, a la vagancia, a las pendencias porque sí, y durmió en calabozos y olvidó el gimnasio. Don Pinto lo recogía y lo retaba y le insistía en la preparación para ese importante combate: gracias, don pinto, pero no vale la pena, yo la quiero, don pinto, la quiero pa’ casarme, don pinto. Nada le importaba sin la Úrsula y no pisó el cuadrilátero hasta que llegó el día de la pelea. Y allí estaba.

No se preocupe, don pinto, guarde esa toalla, don pinto, no se le vaya a ocurrirle tirarla, don pinto, en el número cinco lo volteo, don pinto ¿qué? ¿que este es el número cinco? entonces ahora lo volteo, don pinto, míreme como lo finteo, míreme, don pinto -ojalá que me esté mirando la upita-, míreme como lo yabeo, don pinto, como usted me enseñó, don pinto, míreme como salto, don pinto, dígame si no me parezco al casiusclei, míreme, don pinto, míreme como lo enfurezco, don pinto, míreme como bajo los brazos y retrocedo... ¿qué, don pinto?... ¿dónde está, don pinto?... no lo veo, don pinto... uno... dos... tres... cuatro... cinco... sí, upita, yo también la amo, no tengo ná que perdonarle, upita, si hablaron de puro envidiosos no más, upita... seis... sí, si sé que estamos en el roun seis... siete... chuchas, me estoi yendo... no, ya me paré... sí, güeón... si estoi bien... sí, güeón, si pueo seguir peleando... sí, güeón, a pesar de la sangre... y de la ceja... sí, güeón, también de la nariz y de la boca... y de la oreja izquierda... sí, güeón, si lo que más me duele es el corazón.

Con un tremendo dolor empezaba a asumir la predestinación de su vida. Había llegado al mundo sin ser deseado, pero, a pesar de los esfuerzos de su madre para evitar su nacimiento, habíase abierto paso a costa de llantos, gritos y golpes. De verdad no se había sentido querido nunca. A su madre tuvo que compartirla siempre con otros hombres, con otros hombres que no la compartían. No había tiempo para él, no había ganas para él, no había amor para él. Cuando sus hermanas empezaban a crecer cambiaban sus inertes muñecas de trapo por niños llorones que les mamaban la leche y el tiempo, por lo que tampoco las tenía para él, ni su tiempo, ni sus ganas, ni su amor. Sus hermanos, por otro lado, entraban y salían, se iban y se escondían, tratando de evitar a los otros hermanos de las hermanas que querían golpearlos porque las habían obligado a cambiar sus inertes muñecas de trapo por niños llorones que les mamaban la leche y el tiempo. Y a todos y a todas en la población les pasaba lo mismo. Por eso, cuando apareció deslumbrante Úrsula Pinto Aravena, deslumbrante porque no tenía niños llorones, se fue con todo, como en un combate cuerpo a cuerpo (como a él le gustaban los combates), a quererla, a amarla, a protegerla. Pero otra vez estaba solo, sin nadie que le entregara su tiempo, sus ganas, su amor. Y ya estaba aburrido de estar solo.

Debo parecer maricón con tanta vaselina que don pinto me está echando en la cara... ahí viene la morena de nuevo... ya estamos en el seis... el seis es mi número de suerte... no voy a bajar los brazos... no lo voy torear... este condenado pega muy refuerte... ahí viene... putas, tiene la cara igualita que cuando comenzó y eso que le he puesto varios... mírame como me tenís... si yo soy el que debería estar sacándote la cresta... si vos fuiste uno de los que me cagó con la upita -capaz que la upita no me esté mirando a mí y vino pa’ ver a este güeón como me saca la chucha... upita, no te riái, por favor-... ¡epa! pasaste de largo, chuch’etumadre... eso, cánsate no más, ahora viene mi segundo aire... chúpate este recto... ¿no veís que yo también pego?... ¿pa’ qué retrocedís?... bien por la vaselina de don pinto, los guantes del güeón se refalan, no duelen nada... ¡chucha!... ése no dolió, pero me marió completo... y éste otro peor... se me están doblando las piernas... ven pa’cá p’agarrarme... déjame descansar un poquito... no seái maricón... si me vai ganando lejos... si no soy tonto... ¿vos creís que no veo la cara del árbitro, la cara de don pinto, tu cara, güeón... la cara de los jueces?... si ya me sentenciaron, gueón... te tendría que sacar por nocáu... te podría haber pegado un cabezazo o un puñete en las huevas o hasta un codazo, pero no pueden decir que el tanito es un tramposo o un mañoso del rin, la cuestión no es ganar o ganar a como sea... yo nunca me gané nada a la mala... a la upita me la gané con cariño, güeón... no sé cómo te la ganaste vos, conch’etumadre... ¿por qué te metiste con ella si sabíai que yo estaba metío ahí?... no me sigai cagando... ¿qué querís, güeon?... ¿lucirte?... si ya te la ganaste a la upita... déjame, por lo menos, llegar hasta la última vuelta... ven, güeón afírmame que me estoy cayendo, déjame abrazarte, pásame un poco de tu fuerza.

Ya no quería ir al gimnasio, encontrarse con la Úrsula le hacía daño. Más mostrarse en esas condiciones, con sus ojos casi completamente cerrados, con cortes profundos en los arcos superciliares, con la cara hinchada y amoratada, con el corazón vacío. La derrota dolía y mucho. Había perdido nuevamente. Era un perdedor aunque quiso creer lo contrario. Las horas y las semanas que antes dedicaba a la mujer y a los entrenamientos las perdió en bares de mala muerte, contando historias falsas de falsos triunfos que terminaban siempre en explicaciones de tarjetas adulteradas de los jueces, en decisiones compradas del árbitro y en mano diestra levantada del rival de turno. Después, cuando se quedó sin un peso y sin borrachos que lo escucharan –siempre eran los mismos borrachos- se enclaustró en la pieza de la pensión barata que arrendaba y por la que debía no sabía cuánto. Lo peor es que nadie se dio cuenta de que ya no iba al gimnasio, de que ya no estaba en los bares, de que la dueña de la habitación lo echaba todos los días.

¿Cuál viene ahora?... parece que es el último... no importa, da lo mismo... ven, güeón... ganaste, conch’etumadre... aquí tenís mi cara... pégame, pero pégame fuerte... cágame de una sola vez... toma, aquí tenís mi guata... ábremela de un guaracazo... toma, aquí tenís mi pecho... clávale tu lanza pa’que de una vez por todas se muera también la upita... llévatela... soy muy poca cosa... no sirvo ni pa’ los combos... eso, pégame más... así, güeón... quiero irme de una vez por todas... dale... así... lúcete... tiras tus rectos... ¿pa’ qué seguís yabeando, güeón si ya no tengo guardia?... eso... ahora tu apercat... ahora un gancho... eso... lánzame un voleo, si no le voy a hacer el quite... eso... lánzalo, lánzalo... aquí está mi mandíbula... eso... así, así... no me agarrís... déjame solo... ¡chucha, me revolviste todo!... si parezco actor de cine cayendo en cámara lenta... que suavecita está la lona... déjenme acá, no más... pa’ qué contaí, güeón... levántale el brazo al tiro... si yo ya no doy más guerra... eso, amigo... empieza a apagar las luces... están muy fuertes... lo siento, don pinto... chao, upita.

Cuando la casera, cansada de golpear, llamó por ayuda para derribar la puerta y entraron a la cuadrada habitación lo encontraron colgando del cuello desde una de las apolilladas vigas del techo, vestido con su tradicional pantaloneta roja y sus gastados botines de boxeo. Sobre su cabeza una toalla blanca, blanquísima. Sus eternos guantes estaban sobre la pequeña mesa y sus manos lucían vendadas como antes o después de un combate. Curiosamente, no había fotografías de boxeadores famosos pegadas en las descascaradas paredes de madera. Ni uno sólo. En su lugar abundaban los viejos recortes de revistas y periódicos, que llegaban hasta la sucia cama y el piso de tierra, donde aparecían imágenes de apasionadas parejas de enamorados, de románticas escenas de recién casados y de protectoras y dulces madres abrazando y besando a niños que sonreían felices.



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