Tercer lugar en el VII Concurso de Cuentos para Escritores de la Primera a Cuarta Regiones. Universidad Católica del Norte de Antofagasta. 1999.
“IQUIQUEv/sVICTORIA”, titulaba a todo el ancho de su primera plana el diario “El Tarapacá”. Era el notición del año.
Efectivamente, las dos selecciones de fútbol amateur, llegaban a la final del campeonato nacional. En el epígrafe se leía: “Hoy el gran duelo en la cancha de la Oficina Victoria”.
El pueblo salitrero estaba convulsionado. Era la primera vez que, en una justa deportiva, tenía la posibilidad de
alcanzar la gloria y, sobre todo, en su propia tierra. “El Tarapacá”, que circulaba tanto en el puerto como en todas las oficinas salitreras, guardaba una celosa imparcialidad, cuidando su cautivo mercado de lectores del extremo norte del país.

Hacía una semana que los victorianos no tenían otro tema de conversación. No importaban las alzas en los precios de las mercaderías en la pulpería ni los anuncios de suspensiones de actividades de las empresas del nitrato ante la aparición del salitre sintético. El gran triunfo sobre Antofagasta y el heroico empate ante Peñaflor, en la sureña cancha, con goles del crédito local Manuel Ocaranza, llegaban al grado de proeza ante la posibilidad de alcanzar la copa.

Sólo una nube oscurecía el optimista panorama de los lugareños: la seria lesión del centrodelantero que hacía incierta su participación en la importante contienda. Pero como conocían el temple y la voluntad de Ocaranza, no tenían duda que igual jugaría para hacerle morder la tierra al arquero iquiqueño que se jactaba de ser el mejor guardametas y tener la valla menos batida de los dos últimos campeonatos nacionales.

La noche anterior la mayoría de los hombres de la Oficina y de otras cercanas no aparecieron por sus casas. Se quedaron en las cantinas y en los prostíbulos compartiendo impresiones y tratando de armar apuestas por el resultado. Ninguno dudaba en el triunfo de Victoria sobre los engreídos porteños, por lo que fue imposible transar alguna. En Huara, el Shangay, del Vitoco Banda, fue el centro de operaciones de la caravana que inició el camino a las primeras luces del alba. Con mucha anticipación, se había contratado el “mixto” El Limón, mitad micro y mitad camión, para que trasladara a los hinchas llenos de alcohol nocturno y sexo gratis que las muchachas del burdel habían ofrecido a los viajeros “para que se vayan livianitos y El Limón corra más rápido”.

De todos los rincones del “Cantón Uno” empezaron a llegar hasta la Oficina Victoria. Siempre se había pensado que los pampinos de esa zona se sentían iquiqueños, pero bastó la situación deportiva que los convocaba para que aparecieran los sentimientos de competencia, de acendrada identidad y, por ende, de orgullosa diferenciación.

La Oficina se ubicaba, de manera privilegiada, a la orilla del camino principal: un camino de tierra que unía las ciudades y los pueblos del norte grande y distribuía unas huellas menores que llevaban hasta los otros centros salitreros. A la entrada del pueblo, el gran lienzo que recibía a los hinchas y que anunciaba ¡Victoria Campeón! era saludado con grandes vítores, brindis y roncas amenazas futboleras: “¡Ya van a ver, iquiqueños crestas’e su madre, ya van a saber lo qu’es bueno!”

Desde muy tempranas horas, “Valparaíso”, la calle principal de la Oficina, estaba llena de gente que se saludaba y conversaba animadamente bajo el inclemente sol de la pampa que ese día domingo alumbraba como nunca. Los pequeños negocios de expendio de bebidas, debidamente permitidos por “la compañía”, se atestaban de sedientos amantes del fútbol y de las salitreras, mientras las mujeres, en verdaderas cocinerías callejeras, ofrecían “saltados” de longanizas y cebollas “pa’tener fuerzas pa’gritar los goles del campeón, amigo”. El “caserito” había sido dejado de lado y reemplazado por el “amigo”, porque todos estaban en la misma empresa: celebrar el primer campeonato de Victoria.

-¡Con Victoria a la victoria!- pasó gritando un creativo e improvisado poeta siendo celebrado por todos los que lo escucharon, sin saber que su inspiración se haría carne en las miles de almas que se darían cita, esa misma tarde, en el estadio del pueblo.

Los organizadores decidieron abrir muy temprano las puertas del recinto, previendo la gran cantidad de asistentes y, por sobre todo, para permitir el rápido ingreso de los hinchas visitantes que, también en gran número, llegaban desde el puerto y evitar, así, que las alteradas discusiones e incipientes arrebatos pugilísticos llegaran a mayores.

La cancha estaba en perfectas condiciones. “La compañía” se había preocupado con mucha anticipación de regarla diariamente logrando una gran compactación del terreno por donde transitarían los “chuteadores con puentes”. El oscuro color que había adquirido la tierra con la humedad, contrastaba con las perfectas líneas demarcadas con cal, dibujando el campo de batalla donde los gladiadores tratarían de vencerse uno al otro.

El seleccionado de Iquique, dada su excelente campaña, necesitaba sólo un empate para coronarse campeón. En cambio, la selección de Victoria precisaba ganar, por cualquier diferencia de goles, a su poderoso contendor. El empate logrado con Arica y con la ausencia de Ocaranza había permitido tal situación. Pero los victorianos –y todos los pampinos- estaban seguros de lograr el triunfo y remontar la exigua diferencia.

A las tres de la tarde y ya con el estadio lleno, hizo su entrada marcial la banda del Regimiento “Carampangue”, traída especialmente para la ocasión desde el puerto. La acostumbrada aceptación hacia los uniformados que traían a la memoria pampina la no tan lejana Campaña del Pacífico, se transformó en una rechifla generalizada cuando los altavoces amplificaron la voz del locutor oficial que alcanzó sólo a decir “directamente desde Iquique”, definiendo el ambiente que se vivía. Ni la nutrida, bulliciosa y aguerrida barra porteña sirvió para mitigar el griterío y rechazo local.

Era una fiesta. Era su fiesta. De las pocas que se podían dar los pampinos. Por eso y por la histórica y colectiva repulsa hacia “los hombres de negro”, el trío de árbitros fue recibido con la misma silbatina que la banda del ejército y fue continuada a medida que por los parlantes se anunciaba, uno a uno, la formación del equipo visitante.

Cuando la voz oficial comenzó a dar los nombres de los jugadores locales la fiesta se hizo más grande. El arquero, los defensas y el mediocampo fueron recibidos con grandes aplausos. Cuando se aprestaban a ovacionar a Ocaranza, el locutor anunció “con el número nueve, Andrés Inostroza” produciendo un murmullo incontrolable y dejando sin aplausos a los números diez y once del equipo dueño de casa.

Efectivamente, Manuel Ocaranza, el goleador, el centrodelantero, el número nueve titular, el crédito y carta de triunfo, estaba sentado en la banca, al lado de Ernesto Andrade, el entrenador, luciendo un gran vendaje en su pie izquierdo, elocuente testigo de la lesión del partido anterior.

La desazón cundió entre el público local y la tranquilidad entre los hinchas visitantes. El nueve victoriano era de temer, así lo decían los dieciocho goles marcados en los partidos previos a la final. Su más cercano perseguidor, el iquiqueño Prieto, apenas llegaba a los siete. Su fuerte patada, su estatura y agilidad para saltar y darle de cabeza, lo transformaban en un verdadero artillero. Por algo estaba siendo codiciado –así lo decía “El Tarapacá”- por los más importantes clubes profesionales de la capital.

El sorteo de lado permitió a los victorianos jugar el primer tiempo contra el viento, conocedores de la fuerza que tomaría después de las cuatro de la tarde, justo cuando se desarrollara la segunda parte del encuentro, en la cual –de seguro- ya se encontrarían en ventaja y podrían defenderse mejor y jugar al contragolpe.

Los primeros minutos del partido evidenció la estrategia iquiqueña: un solo hombre en punta y el resto a destruir los intentos locales de armar juego y defenderse con dientes y uñas. Podía pasar el jugador, pero no la pelota. Así el juego se hizo pesado, con seguidas interrupciones, producto del juego brusco de los visitantes, empezando a incomodar al público que a cada rato subía de tono los insultos al árbitro y a los jugadores de la casaquilla celeste de “los dragones”.

La etapa inicial terminó cero a cero ante la algarabía de la barra porteña que, a los sones de los mismos bronces que tocaban en la fiesta de la Virgen de la Tirana, entonaban rítmicamente el “¡Iquique, Iquique!”, seguros que ese resultado los coronaba nuevamente campeones. Por el contrario, entre los pampinos cundía la preocupación especulando que la defensa no se podía romper por la ausencia de Ocaranza.

-¡Qué le pasa a ese gil del Andrade que no mete al Ocaranza!- terció ofuscado un viejo que mascaba su rabia y su impotencia.

-Es que el Manuel- dijo confianzudo su eventual interlocutor- está lesionado.

-¡Que lesionado ni lesionado!. El hueón del entrenador es envidioso y no quiere compartir la gloria del triunfo. La quiere pa’ él solito, no más.

Los quince minutos de descanso pasaron en un santiamén. Lo justo para encomendarse y ofrecer un sinnúmero de velas a San Lorenzo, patrono de los mineros, mandas a la “chinita” del Carmen, promesas de dejar el trago, los “Ópera” y los “Premier” y hasta las muchachas de vida alegre, con tal de que ganara Victoria.

Con esa ayuda, el equipo rojo local, se fue con todo en demanda del arco contrario. A cada rato, el grito de gol se ahogaba en las resecas gargantas pampinas, ya por la eficiencia del arquero, ya por los palos, ya por el nerviosismo de los atacantes. En la misma proporción en que la desesperanza cundía entre los jugadores victorianos, la seguridad y la tranquilidad se enseñoreaba en los iquiqueños. Y en las tribunas se repetía la situación: la minoritaria barra visitante ahogaba absolutamente a los locales.

Corrían veinte minutos de la etapa de complemento cuando una ronca voz, salida como desde las mismas entrañas de la tierra, exigió a grito pelado:

-¡Que entre el Ocaranza!

Bastó esa expresión para que, como reguero de pólvora de tronadura para remover el caliche, casi el estadio entero –con excepción, claro está, de los iquiqueños- empezara a corear el nombre y el apellido de Manuel Ocaranza, el goleador, el centrodelantero, el número nueve titular, el crédito y carta de triunfo de Victoria.

Ernesto Andrade, entre la impotencia y la preocupación por no poder marcar un gol, miraba el pie de Ocaranza, seguro de la grave lesión que tenía y que le impedía –no cabía duda- poder entrar al campo de juego.

Los minutos se hicieron más cortos. El tiempo corría rápido y la posibilidad de triunfo se escapaba sin más ni más. Los corazones pampinos se encogían ante la sola posibilidad de llegar al término del partido y entregar el campeonato a Iquique. No. No podía ser. Nunca se había estado tan cerca.

El griterío del estadio era ensordecedor. La única posibilidad era Ocaranza.

-¡Ocaranza, Ocaranza, Ocaranza!- reclamaba el público y Andrade volvía a mirar el pie de su centrodelantero.

En el minuto treinta y nueve no aguantó más y le dijo:

-Lo siento, Ocaranza, tenís que jugar.

-Pero entrenador, mira como tengo la pata de hinchada.

-Si no entrai ahora, hueón, los dos vamos a tener todo el cuerpo hinchado de los golpes que nos van a dar cuando termine el partido. Nos van a linchar, Ocaranza. Vos conocís como son los pampinos. Si los dos somos igual, poh.

A duras penas y con mucho dolor, Ocaranza se calzó el chuteador izquierdo y se puso de pie. Bastó esa actitud para que el estadio casi se viniera abajo. La ovación fue indescriptible. El triunfo estaba asegurado. Iba a entrar Ocaranza.

Andrade se paró y entregó una papeleta al guardalíneas de la bandera roja la que levantó de inmediato para avisarle al árbitro del cambio, en el mismo momento que el locutor oficial anunciaba la sustitución:

-“En el equipo local, sale el número nueve Andrés Inostroza e ingresa el número catorce Manuel Ocaranza”.

Ocaranza se sintió amado, importante. Rengueando se ubicó cerca del área adversaria. No podía correr mucho. Apenas podía caminar. Ni él se sentía capaz de dar vuelta el adverso resultado. “Si no hubiera estado lesionado...”

No pudo seguir con sus pensamientos. Sus ojos acostumbrados a la sorpresa vieron el balón que venía por el aire. Corría el minuto cuarenta y dos. -¡Va a sobrepasar al defensa. Si logro correr rápido la tomaré con ventaja!- concluyó en milésimas de segundos el ágil cerebro del goleador. En efecto, la elipse de la pelota, cuero de dieciseis cascos y “bladi” de caucho, superó el salto del backcentro cayendo en el pecho de Ocaranza que, arqueando la espalda, la recibió como con una almohada. Y justo cuando se preparaba a darle con toda el alma y convertir el gol que lo llevaría a la gloria definitiva y a su querida Oficina Salitrera al campeonato, sintió un fuerte golpe en el pie de apoyo siendo derribado sobre la tierra impidiéndole cualquier acción posterior.

El defensa lo había barrido dentro del área de castigo. Todo el estadio se paró. Y el grito de ¡penal! se confundió con la sentencia del juez que, además, expulsó al infractor.

El público enfervorizado gritaba y saltaba. Desde los techos de las casas, hombres y niños que trataban de ver el partido saltaban y lanzaban por los aires las calaminas. Era la posibilidad del triunfo. Era ahora o nunca. Parecía que las graderías de madera del recinto se venían abajo. Los jugadores locales se miraban. Buscaban entre ellos a quien le entregaban la gran responsabilidad de patear el penal. La presión era grande. Si no hacían el gol sería su tumba definitiva y, además, estaban frente al mejor arquero del campeonato. Al final, todos los ojos apuntaron a Ocaranza, al mismo tiempo que el entrenador gritaba:

-¡Chutéalo tú, Ocaranza!

Ocaranza trató de armar una excusa. Lógica por lo demás. Aparte de la lesión anterior, había sido golpeado en su pie bueno, pero el grito del público coreando su apellido “¡Ocaranza, Ocaranza!”, lo decidió. Él, el goleador, el centrodelantero, el número nueve titular –no importaba que, ahora, tuviera el catorce en su espalda-, el crédito y carta de triunfo de Victoria, patearía el penal.

Faltaba un minuto y medio para que terminara el partido. La vorágine del momento le impidió racionalizar la situación. Sólo después –cuando era entrevistado para “El Tarapacá”- comprendió lo sucedido.


-Cuénteme cómo vio la última jugada del partido, Ocaranza- preguntó el periodista.

-Bueno, el árbitro cobró el penal. Nadie quería chutearlo. Tuve que hacerlo yo, a pesar de que apenas podía caminar. Acomodé la de cuero en el punto blanco, sin dejar de mirar nunca al arquero que no terminaba de sonreír. Estaba muy seguro el condenado. Busqué un pequeño morrito que había en la tierra, pa’ tirársela al ángulo. Toos la tiran por abajo. Eso era lo que él esperaba. Pero yo se la iba a tirar por alto. Retrocedí unos pasos. Me planté un carrerón y le pegué un puntete como nunca antes le había pegado. Con todo el corazón, con toda el alma. El cañonazo salió derechito pa’onde yo quería. Lo disfruté como cabro chico. Yo sabía que entraba y que ganábamos. Pero no se cómo voló el condenado y la agarró justo cuando entraba al ángulo superior. Quedé inmóvil. El estadio enmudeció. Hasta me pareció que el arquero caía en cámara lenta con la pelota atrapada entre las manos. No podía ser. Nadie habría sido capaz de parar tremendo pencazo. Pero algo me llamó la atención. Sí. Claro. El guardavallas tenía la pelota en las manos. Pero algo había hecho mover la red del arco. Me acerqué lentamente mientras el condenado seguía sonriendo. Claro. Algo había movido la red. Fue tan fuerte el chute que le di que el arquero, cuando agarró la pelota, el cuero de la rajadura del pituto se abrió y el “bladi” salió disparado hacia el arco. El “bladi” estaba adentro. El condenado sólo tenía el envoltorio de cuero. Me dirigí hacia el árbitro y le dije:

-Fue gol, señor árbitro, el “bladi” entró.

En eso se paró el condenado y reclamó que él tenía la pelota en sus manos. Ante la inseguridad del árbitro, yo me fui en la profunda y argumenté que el valor intrínseco de la pelota era el “bladi”, que la parte de cuero era solamente la que protegía lo que estaba adentro y que, como todas las cosas, “lo que está adentro es lo que vale”, le dije. El árbitro pareció convencerse, pero no alcanzó a determinar en el momento. La gresca que se había armado en el estadio era grande y el público amenazaba con entrar a la cancha. Entonces, algo dijo y dio por terminado el partido.


En las primeras horas de la mañana, “El Tarapacá” tituló:


“¡VICTORIA CAMPEÓN!”, y en la bajada del titular, al lado de una foto de Ocaranza, agregó:

“Decisión del árbitro: ganó Victoria por medio gol a cero”.



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