Poco original el apodo que ostentaba Ismael Sepúlveda. Poco original ante el largo e ingenioso listado popular que acumulaba los más increíbles sobrenombres que iban haciendo desaparecer la denominación original, esa que figuraba –con exquisita letra cursiva y caligrafía perfecta- en las partidas de bautismo cuyas letras se iban borrando como los recuerdos de la tierra propia y los amores primigenios.
Más seguido que de cuando en vez, en la hora de los tarros choqueros, aparecían, entre risotadas potentes como tronaduras, los mascarrieles, los boquitaeseñorita, los carneamarga, los tarrosconpiedra, los nuncaestarde, los míramealosojos o los vientohelao. Pero Ismael Sepúlveda ni compartía las risotadas ni aportaba al ritual del proceso creativo bautismal -literalmente desbocado- en esas horas de la tarde, cuando el sol encogía sus brazos para abrigarse de la camanchaca que empezaba a adueñarse de cada centímetro de desierto.
En realidad, Ismael Sepúlveda no era de “los de fácil amistad”. Más bien era de difícil relación dada su inclinación a evitar mezclar trabajo con diversión y entregar confianzas más allá de las que se necesitaban exclusivamente para realizar las faenas de manera eficiente. Y en eso sí era reconocido y apreciado.
Su porte y sus músculos eran prenda de seguridad a la hora de moler los costrones y, antes de cargar las carretas, darle el visto bueno de calidad al material. Pero eso mismo, además del ceño adusto, la destreza en las peleas “a calamorro amarrao” -ganada en innumerables pendencias- y, sobretodo, el corvo oculto bajo la faja (que todos sabían que existía), había impedido que se le nombrara con algún mote afín a su apariencia física. Sólo le llamaban elguasosepúlveda, ya que las pocas veces que estructuraba más de un par de monosílabos era para enorgullecerse de su vida en el campo, de sus sauces, de sus mujeres y de la fecundidad de la tierra que lo había visto nacer.
Ahora estaba allí, en medio de la nada, rodeado de nada, embrutecido por nada.

Ismael Sepúlveda ya se había dado unas cuantas vueltas sin tomar la decisión de acercarse al lugar tantas veces visitado y que había sido definido, previamente, como el punto de encuentro. La puerta de la casa se mantenía cerrada. De pronto aparecía un desrripiador, daba un par de golpes en la calamina y entraba rápidamente por la abertura que se producía como respuesta al llamado. Luego un patizorro. Después un barretero, un particular. Sí, él también sabía cuántos eran los golpes que tenía que dar. Era la contraseña acordada que corrió de boca a oreja por todo el campamento  (escondida como las lagartijas, huidiza como las chiruscas -esas libélulas que se acercan a los charcos de aguas estancadas-, secreta como las utilidades de los dueños de las Oficinas, ocultas como los afanes onanistas que soporizaban y almidonaban las ropas de cama de las piezas de los solteros).
Elguasosepúlveda nunca se quiso meter en nada que no fuera el trabajo. Pero las cosas no estaban –así se comentaba a hurtadillas- como para pasar por la vida sin mirar al lado y no tomar partido junto a los que comenzaban a ubicar como adversarios a capataces y administradores. Al fin de cuentas, allá, en sus pagos, antes de venirse enganchado a la busca de la tierra prometida –así la definió el cura de su terruño cuando le contó que se venía a trabajar a las oficinas salitreras-, había tenido más de un roce con los patrones de los fundos en los que le tocó trabajar. Uno de esos roces había terminado con su humanidad tirada en un calabozo donde, a medianoche, le cayeron cinco encima a rebencazo limpio “pa’que no te insolentíh máh con  el patrón”. Con sus brazos armó un escudo y avanzó para devolver lo que le estaban dando, sintió un silbido metálico que partió la espesura hedionda de la celda y un golpe seco en su boca le nubló la vista, el oído y todo lo demás. Despertó bajo un árbol con la camisa ensangrentada y un gran corte en su cara que le agrandaba la boca hacia la mejilla izquierda. Después de aquello tomó la decisión de partir, obtener dinero y regresar para la venganza, esa misma que se había ido desdibujando, al igual que los sueños de riqueza, entre los espejismos del desierto, las profundidades de los piques y el humo de los chonchones.
Cuando se decidió y cruzó la callejuela para dar los golpes precisos en la puerta, hizo una revisión mental de los que podrían estar en la reunión recordándolos por sus apodos. Esbozó una sonrisa al pensar en el suyo, el que sabía que lo identificaba en la Oficina. Él mismo, cada vez que se miraba en el pedazo de vidrio que tenía por espejo de la pieza se reconocía como elsonrisaeterna.

 (¡Putas! Aquí hay más gente de la que pensé. Creí que iba a conocer a todos, pero hay hartos que no había visto nunca… deben ser de otras oficinas, la cosa es más grande de lo que pensaba. ¡Cuánto tiempo que no entraba a esta pieza! De esa vez que latencha dijo que se cerraban las puertas y las piernas porque el negocio del amor se terminaba y aseguró, con gran pomposidad, que ahora iba a aportar con la conciencia, que ya no le dijeran más mi amor, que en adelante la trataran como camarada, que todos podían entregar su granito de arena pa’ que las cosas cambiaran, cuando en realidad  queríamos entregarle otra cosa, pero no hubo caso, dura latencha, no aflojó nunca más ni por todo el dinero del mundo. Yo creo que se enamoró, que se la enganchó de frentón elviejofloridor, labia no le falta y parece que herramienta tampoco. Desde esa vez que se encerraron tres días con sus tres noches, latencha nunca más fue la misma. Si hasta empezó a hablar como elviejofloridor de la injusticia, de los abusos, de los derechos de los trabajadores, que había que organizarse, que había que reclamar. Si hasta aprendió a escribir y copiaba y recopiaba las encendidas palabras que recitaba elviejofloridor trasladadas a los papeles que ella misma repartía, escondidos en las viandas, y que quemaban en las manos por el peligro que significaba que lo pillaran con uno. Resultó jugada latencha y todo por amor ¿o habrá sido que, de verdad, elviejofloridor, la convenció con eso de que “camarada, todos somos iguales, también las mujeres y los hombres, no hay peor cosa, camarada, que ser esclavo y, peor todavía, esclava, camarada”. Y como que latencha se transformó en otra persona. Si hasta cambió la forma de vestirse y nunca más se pintó la cara. Están todos los desrripiadores,  los patizorros y los otros costreros. Yo pensé que iba a ser el único costrero… como  somos los mejor tratados por los capataces… claro poh, si somos los que decimos si la calidad del salitre del acopio es buena o mala, si somos los con mejor ojo para asegurar, según el chisporroteo de la mecha, que el material puede ser cargado en la carreta… si hasta los matasapos llegaron, apenas empinados en sus doce años y ya expertos en reducir  bolones. Pero ¿qué hace acá ese indio’e mierda qu’escupe en cualquier lado? ¿A quién se le ocurrió invitarlo? ¡Por las reputas, parece que vinieron todos juntos!... creen que esta tierra todavía les pertenece y ya se la ganamos hace unos cuantos años cuando a punta de corvos y bayonetas clavamos la bandera chilena. Yo no sé a qué chucha vienen si lo único que saben es andar arriando llamos,  mascando esas asquerosas hojas que escupen por todas partes y encomendándose a una santa que nadie conoce. No les tengo ni una confianza… si nunca miran a los ojos… yo ni cagando les doy la espalda en el pique… cualquiera de estos días aparece uno de nosotros con la barreta clavá entre los hombros… si yo los he escuchado secretear en su lengua de indios… si es pa’ que no entendamos ná… pa’ que no sepamos lo que están tramando… porque algo se traen entre manos estos güeones, yo no soy tonto. Allá en el campo adivinaba al tiro cuando un guacho andaba arrastrando el poncho y antes que cantara el gallo ya lo tenía comiendo tierra. Algo traman estos indios cochinos… si antes nunca vinieron a una reunión… nunca los güeones se metieron en ná… siempre agachándole la cabeza al capataz… siempre dispuestos hasta a besarle el culo. Y entre todos elindio  que se hace el tonto en medio de la indiá… al que todos miran antes de hacer algo… ése que sigue siendo el jefe de los indios, pero que se hace el güeón. A ése que lo tengo entre ceja y ceja desde el día que puse mi primer pie en estos lugares… ése mismo que, tiempo después, el tiro le reventó antes y casi nos mata a todos. Y él había sido el encargado de avisar con las banderas… nunca gritó ¡tiro echao!... y el tiro estaba echao hacía rato. A mí nadie me quita de la cabeza que elindio lo hizo a propósito, pa’ cagarlos a todos juntos. Y ahora está acá en la reunión. Capaz que el indio’e mierda apenas salga se vaya derechito donde el capataz a contarle todo lo que hemos hablado y se nos vengan todas las penas del infierno).

El encono anidado en lo más profundo de Ismael Sepúlveda encontraba su génesis en las historias contadas, allá en sus antiguas tierras, por aquellos que regresaron de la campaña del Pacífico y que habían formado parte del Regimiento Atacama, ese conjunto de hombres que se ganó el título de “regimiento de oro de la guerra”, por su temple a toda prueba y su devoción absoluta a la virgen del Carmelo, en el no tan lejano enfrentamiento que tuvo como uno de los escenarios lo que ahora eran los yacimientos salitreros más grandes del mundo.
De alguna forma, la idealización que los antiguos soldados –de los pocos que regresaron-hicieron de los parajes desérticos y de los puertos septentrionales, influyó, también, en Ismael Sepúlveda para emprender el viaje de seis días en el barco carguero, con cientos de enganchados apiñados en las bodegas y cubierta, con la vista clavada en el horizonte prometedor.
Pero, si bien es cierto, Ismael pensaba en la oportunidad del dinero, más bien sentía que estaba asumiendo una misión patriótica de continuación de aquella “gesta heroica con hombres que dieron hasta su vida por la nación”, como  había escuchado decirlo más de una vez. Se sentía parte de un “batallón”, de un “regimiento”, henchido de chilenidad y, sobre todo, iluminado por la mano de la “chinita” del Carmen.
Por eso fue duro el golpe cuando el barco ancló en la rada de Iquique y desembarcó en ese gris agosto de 1900. No por la sequedad del lugar, no por no encontrar ni un árbol en el que descansara su vista y lo retornara imaginariamente a “su” campo.
Entre hombros y cabezas que le precedían alcanzó a divisar un grupo de mujeres y hombres que levantaban sobre sus cabezas una imagen religiosa (¡la Virgen del Carmen nos está esperando!), -pensó casi al extremo de la emoción que le hizo olvidar la penosa travesía-, mientras entonaban cantos no reconocidos por sus oídos. Bastó que se adelantara unos pasos para encontrarse con un número indefinible de promesantes de pieles oscuras,  atuendos más que coloridos alabando a la figura que se bamboleaba –como el carguero que lo había traído- a cada paso que, como un solo cuerpo, daba la muchedumbre. Allí vio y escuchó por primera vez a Demetrio Huamán –elindio para él desde ese momento- dirigiendo la comparsa. (¡Qué viva Santa Rosa de Lima!, gritó el güeón y toda la indiá respondió ¡que viva! Y ahí no me aguanté y, a todo pulmón ataqué con el más ronco de los gritos que pude sacar… ¡Viva Nuestra Señora del Carmen!... y ahí les apareció lo cobardes que son… se sumaron como si nada a la respuesta de todos los enganchados… ¡Que viva!...dijeron todos… entonces yo me planté al frente impidiéndoles el paso y recordando y haciendo mías las historias que me contaron los viejos, les lancé… ¡La Virgen del Carmen es de todos los guerreros, es decir, de todos los chilenos que somos gente que nunca reculamos, estuvo en todas las batallas y entró con nosotros victoriosa hasta Lima… los que la invocábamos no sacábamos ni un rajuño… entendiste, indio!...  waliki, hermano, o algo así, me respondió elindio, nosotros respetamos a la Virgen del Carmen, pero Santa Rosa de Lima es nuestra patrona y todos la reconocemos y la honramos en este mes de agosto que es su mes… al tiempo que se acercaba con sus brazos extendidos intentando no se qué cosa… salté a un lado y llevé mi mano a la faja tocando el corvo pa’asegurarme que estaba en el lugar de siempre… cobardes todos… hasta los que venían conmigo… se sacaron los sombreros y agacharon la cabeza mientras la columna de indios seguían cantando y rezando).

Desde ahí la ojeriza con Demetrio Huamán, aumentada con los años y los waliki hermano que, en las pocas ocasiones que se cruzaban, elindio le regalaba con una sonrisa verdosa y que Ismael Sepúlveda ignoraba con desdén manifiesto.
Por eso su resquemor de encontrarlo en la pieza de latencha –y desde hace tiempo de elviejofloridor-, en esa reunión que se estaban tomando las más serias decisiones sobre el futuro.
La reunión se encendió y reventó rápidamente, como mecha corta, como suspiro de recién casada, como la vida misma en aquellos parajes calichosos.
Intervinieron casi todos, paleros, desrripiadores, patizorros, particulares, atolondrados, orgullosos, argumentando cual más cual menos las razones por las que había que sumarse a la propuesta aceptada por las otras Oficinas y que se manifestaba con la presencia y encendida oratoria de sus representantes. Ismael Sepúlveda asentía, desde el rincón más oscuro de la habitación (pa’poder vigilar mejor los movimientos de la indiá y de su jefe), en tal silencio que prácticamente nadie reparaba en su presencia.
Era la única Oficina que no se había pronunciado por la paralización indefinida. Pero faltaba la voz de los costreros para que el acuerdo fuera unánime. Eran, pocos, pero importantes dada su especialización y la dependencia que los capataces y administradores tenían de sus habilidades. Se miraron unos a otros. En realidad, buscaban a Ismael Sepúlveda, el más antiguo, quizás el más respetado, por sus largas soledades, por su hosquedad en el trato, por su eficiencia… por su cara marcada que lo hacía parecer mucho más duro de lo que en verdad era (¡Putas!... si yo no quiero hablar, si no me gusta hablar… si de más saben que no me voy a quedar atrás… nunca lo he hecho… menos ahora).
-Camarada guaso…-, dejó suspendida la voz elviejofloridor.
Ismael Sepúlveda se pegó a las calaminas que hacían de pared, contrajo cada uno de sus músculos, acomodó la faja contenedora, aspiró una bocanada del aire enrarecido y lanzó afuera las esperanzas, las palabras, los sueños y las emociones que, entumecidas, había encerrado por largos siete años.
-Llegamos con ilusión pensando en una mejor vida… pero la ilusión se hizo mil pedazos en uno de los tantos tiros echaos y la vida sigue colgando del pique más profundo con pocas posibilidades de salir… como todos ustedes, llegué con lo puesto y sigo con lo puesto… las promesas se transformaron en una cruz en el camino, en una animita… ahí están… sólo pa’ recordarlas y pensar que alguna vez existieron…
El clandestino auditorio estaba estupefacto. elviejofloridor y latencha lo escuchaban casi boquiabiertos. Nunca pensaron que podían salir esas palabras de la boca chueca de Sepúlveda que se hacía escuchar con voz potente y profunda. Tan potente como las cargas de explosivos colocadas para remover la costra salitrosa.
La claridad de sus planteamientos sobre la necesidad de alcanzar una justa distribución de las riquezas generadas por la explotación del salitre “porque viene de la tierra, camaradas, porque nos pertenece a todos, porque todos somos iguales y todos tenemos hambre y necesidades de vestirnos y ser felices”, junto con representar los más verdaderos sentimientos de cada uno de esos abandonados de Dios -sin capacidad alguna de transformarlos en las palabras que elguasosepúlveda declamaba con tanta propiedad-, hacía lagrimear a más de un par de ojos pampinos achinados en la habilidad del quite al polvo y en el mirar permanente al desierto inconmensurable.
Pero bastó que Demetrio Huamán aprobara en voz alta las palabras del costrero (¡muy bien, hermanito, así se habla!) para que su discurso tomara un curso diferente.
-Camaradas –carraspeó Ismael- en esta lucha no cabemos todos… mañana bajaremos a Iquique a reclamarles a las autoridades por nuestros derechos… pero esta lucha es de chilenos y por tierra y riquezas chilenas –marcó la voz en claro mensaje a los peruanos presentes-… los que no reconocen el tricolor glorioso no tienen nada que hacer en esta pelea…
El alboroto de los presentes y la interrupción oportuna de elviejofloridor terminaron con lo que podría significar el fracaso del objetivo:
-Camaradas todos, los administradores y los dueños de las oficinas no preguntan por el lugar de nacimiento de cada uno de nosotros para explotarnos…
-¡Pero yo no marcho al lado de los que se encomiendan a santas en vez de hacerlo a la Virgen del Carmen! –terció elguasosepúlveda antes de que empezaran a salir de uno en uno para perderse en las sombras de la noche.

El desierto los vio transitar con la energía y la alegría de las convicciones, de la lucha verdadera, con la ilusión dibujada en cada rostro, apretada en cada mano que ayudaba a la otra para apurar el tranco, para conseguir pronto lo anhelado, lo soñado, lo que en rigor absoluto sentían les correspondía.
Ismael Sepúlveda caminaba al paso de latencha y elviejofloridor que se habían unido a dirigentes de las otras Oficinas a la cabeza de la interminable columna.  Así se aseguraba de no estar cerca de los peruanos que, como siempre –los vigilaba a la distancia-, iban todos juntos como en procesión, como bailando, como pisando en puntas de pie, sin agotarse, sin sentir los rigores del sol que cargaba como caliche ensacado sobre las espaldas.

El quinto día de encierro en el recinto iquiqueño no fue diferente a los anteriores. Cocinerías por aquí y por allá, innumerables reuniones y la observación permanente de Ismael Sepúlveda de cada uno de los movimientos de la gente de elindio. Ni la convivencia diaria había disminuido sus resquemores. Peor aún, el descubrimiento de una pequeña imagen de Santa Rosa había terminado por descomponerlo. Cuando había tomado la decisión de enrostrarle el desatino y obligarlo a guardar la figura, una voz amplificada en una bocina metálica provocó el silencio generalizado:
-Les habla el cónsul de la República del Perú. Me dirijo a todos mis connacionales. Hemos realizado los oficios correspondientes ante las autoridades chilenas para que permita la salida de todos los hermanos peruanos…
El silencio se transformó en un murmullo que corrió por cada uno de los rincones del improvisado campamento. Murmullo que subió a los ojos que buscaban los rostros de los peruanos que, en varios cientos, compartían la espera de las soluciones de las demandas…
-Les habla el cónsul del Perú. Este es un problema que debe solucionarse  entre chilenos…
Ismael Sepúlveda recorrió el recinto con la mirada hasta toparse con la de Demetrio Huamán. Se miraron largamente…
-Las fuerzas del orden, por instrucciones del intendente, tienen rodeado el recinto. He solicitado benevolencia hacia los trabajadores peruanos y sus familias para que puedan retirarse tranquilamente…
Demetrio abrazó a una mujer y dos niños. (Debe ser su familia -pensó Ismael- y van a arrancar como ratas… como lo que siempre han sido…yo tenía razón… nunca han dejado de ser cobardes… ya me lo decían los viejos del Atacama…).
-Reitero, hermanas y hermanos peruanos. Desde este mismo momento pueden empezar a retirarse. A la salida serán llevados en tren hasta sus respectivos lugares de trabajo… no habrá represalias para ninguno de los peruanos que se acojan a la benevolencia del Estado chileno…
Desde cada uno de los aposentos del recinto, donde habían sido destinados por los dirigentes para la seguridad, aparecieron los convocados por el cónsul para juntarse en el patio central detrás de la figura estática de Demetrio Huamán que continuaba con la vista clavada en los ojos de Ismael Sepúlveda.
-Hago el último llamado. Les habla el cónsul de la República del Perú…
Fue el momento preciso cuando Demetrio Huamán, bajando al pequeño que sostenía en sus brazos -y sin dejar de mirar a Ismael-, se dirigió por primera vez a los que no habían nacido en su tierra:
-Hermanos míos, no importa nacionalidad, no importa lugar de origen, no importa guerra alguna, no importa ni nuestra santa ni la milagrosa Virgen del Carmen… ellas siempre van a proteger a la buena gente… y nosotros lo somos… sólo importa el mañana… porque como decimos nosotros… nada se termina… sólo se transforma…
Hizo una pausa para mirar uno a uno, una a una a toda su gente, ante el silencio absoluto de los chilenos. Los segundos, que a Ismael Sepúlveda le parecieron una eternidad, fueron interrumpidos por un tremendo vozarrón de respuesta de Demetrio Huamán.
-Señor cónsul… se le agradece sus buenos oficios… pero ningún peruano y ninguna peruana saldrá de aquí hasta que se dé respuesta a las demandas que hacemos nuestras… porque el salitre viene de la tierra, señor cónsul, porque nos pertenece a todos, porque todos somos iguales y todos tenemos hambre y necesidades de vestirnos y ser felices…
Elguasosepúlveda se dio cuenta que Demetrio había memorizado parte de su intervención en la última reunión de la oficina. Se estremeció.
-Le reitero, señor cónsul… nadie que haya nacido bajo la bandera del Perú abandonará el recinto… esta pelea también nos pertenece… por amor a nuestros hijos y a nuestra Santa Rosa de Lima…

Las últimas palabras de Demetrio desataron una ronda efusiva de abrazos y gritos que acallaron definitivamente la voz abocinada que llegaba desde afuera.

Ismael Sepúlveda se le acercó con su paso siempre seguro -y con una media sonrisa cargada a la oreja izquierda- le espetó:
-Te debemos una, indio.
-No nos debes nada sonrisaeterna.
-Entonces, está todo bien, Demetrio.
-Está todo bien, Ismael.

Los relojes de Iquique, cuando el sol se inclinaba levemente hacia el horizonte marino, marcaban las 15:45 de ese inicio de verano del 1907.

“Está todo bien, Ismael” ®  Patricio Barrios Alday
Agosto de 2006



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